Una de las películas que ultimamente me ha cautivado es Pequeña Miss Sunshine, de Jonathan Dayton y Valerie Faris, película independiente muy bien acogida por los distintos festivales internacionales de cine. Ganadora de dos Oscars, al mejor Guión Original y al mejor Actor de Reparto (un impecable y sorprendente Alan Arkin), arrasó un día antes en los Spirit Awards, el equivalente a la estatuilla dorada pero de cine independiente.

La esperanza y la ilusión de una niña por hacer sus sueños realidad, junto con su temor a la mediocridad, son el punto de partida de esta disparatada aventura. Olive es convocada a participar en un concurso de belleza infantil, por lo que la esperpéntica familia al completo se embarca en una destartalada furgoneta amarilla rumbo a California.

Una de las cosas que más me fascinan de esta película es la evolución de cada personaje, perfectamente simbolizada por la carretera (un viaje hacia el interior de cada uno). Estas personalidades tan dispares entre si se van complementando unas con otras, hasta conformar en el final del film, como si de un puzzle se tratara, la estructura de FAMILIA.

Todos los actores brillan con luz propia. Olive (Abigail Breslin) es una niña dulce y regordeta que vive en un mundo de hadas y sueña con ser una princesa. Su hermano Dwayne (Paul Dano) es un excéntrico adolescente, enfadado con el mundo, que cumple un estricto voto de silencio para conseguir su mayor aspiración, ser piloto. Aunque odia a todo el mundo, necesita a su familia, y la quiere a su manera. El personaje del abuelo macarra y drogadicto (Alan Arkin) es un punto de inflexión en la evolución de los protagonistas (familia que se mete en un lío unida, permanece unida), y el que más confianza tiene depositada en el talento de la niña. El pintoresco tío (Steve Carell), homosexual deprimido después de ser rechazado por su gran amor, protagoniza un intento de suicidio fallido, lo que le conduce a formar parte del clan. Funciona como nexo de unión entre los miembros de la familia, tratando de suavizar los episodios conflictivos. El padre (Greg Kinnear) es un vendedor de cuentos sobre el éxito abocado al fracaso. Sus vanos intentos por controlar la situación y sentar cátedra sobre el triunfo rozan el patetismo. Y por último, la madre (Toni Collette), único personaje normal con una clara vocación muy especial: cuidar de su familia.

Considero que el fondo de la historia es de gran importancia. La sensación de ser un perdedor dentro de una sociedad obsesionada por el éxito. El guión es magistral. Combina tintes satíricos con humor negro, situaciones que invitan a la carcajada e imágenes que dejan huella: todos los miembros de la familia empujando y subiéndose, uno a uno, a la vieja furgoneta sin puerta, en marcha. En mi opinión viene a representar que, aunque la estructura externa (el envoltorio, lo superficial) esté obsoleta y dañada, si se lucha en equipo por un objetivo común, se puede alcanzar la meta.

La secuencia final en la que Olive demuestra sus dotes como bailarina es la que más me impactó. A pesar de ser muy divertida, me provocó un nudo en el estómago. La reacción de la familia de la niña es brillante e inesperada. Queda reflejado que el apoyo y el cariño no sólo se demuestran con palabras, sino también con actos. Y además queda patente la incomprensión por parte del sector más superficial y petardo de la sociedad (participantes y jurado del concurso de belleza).

Si todavía no habéis tenido la oportunidad de disfrutar de esta película, os aconsejo que no la dejéis escapar.

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